La verdad de Agamenón

El último vídeo que he compartido en Facebook me ha traído consecuencias inesperadas: una persona a la que aprecio ha visto un apoyo inaceptable a Luis Rubiales, por el simple hecho de que el documento contenía imágenes y comentarios de Jenni Hermoso que podrían desvirtuar las acusaciones contra el presidente suspendido. A mí, en un principio, también me llevó a pensar que el comunicado que publicó la jugadora a través de su sindicato se volvía un tanto hipócrita, a la luz de lo registrado en la grabación. Le quitaba esto gravedad al asunto? Creo que no. Debía ocultarse lo que encajaba mal con el relato dominante? Tampoco lo creo.

En una sociedad madura, entiendo que, cuando emitimos juicios públicos, está bien que lo hagamos de una forma limpia, en la que evitemos filtrar la información de acuerdo con las conclusiones a las que nuestra visceralidad nos quiera llevar. Me resultan absurdas las pretensiones de algunas corrientes políticas que abogan por que se hable de ellas desde su propia conveniencia, bajo el pretexto de que defienden los valores de la civilización occidental, la causa de los estamentos débiles, el Cristo Pantocrátor o la Bicha de Balazote. No creo que se pueda defender nada sin hacerlo primero dentro del propio colectivo actuante, y por eso, cuando algo me parece auténtico, me da igual que venga de Sócrates, de Abascal, de Beauvoir o de Rompetechos, aunque, por supuesto, a cada cual le otorgo mi credibilidad personal y me interesa más o menos su discurso.

En el incidente Rubiales-Hermoso, he visto posteriormente el análisis que la psicóloga jurista Laura Redondo realiza a través de las redes sociales. En resumen, opina que la grabación se puede haber hecho mientras la jugadora se encontraba en estado de shock, y compara el caso con el de la víctima de La Manada, a la que se llegó a cuestionar por haber estado de fiesta poco después de la experiencia que conocemos de sobra. También con el de una chica de 15 años, violada por su primo de 22, que acabó aceptando la broma colectiva de su grupo, que le expresaba envidia debido al apolíneo físico del agresor, lo cual –estoy de acuerdo con el análisis– en ninguno de los dos casos desvirtuaba la violación.

Me cuesta, en cambio, creer que cualquiera de ambas, a los pocos minutos, se fuesen a pedir a los responsables de los hechos que los repitiesen, aunque esto tampoco me lleva a pensar que lo registrado en el autobús refrende la tesis de un perfecto funcionamiento dentro de la RFEF, ni mucho menos. Incluyo, por supuesto, al coro femenino que reclama insistentemente un nuevo contacto físico cariñoso y la forma en que distintos condicionantes pueden influir en la escena. Discrepo de Laura Redondo –con todos mis respetos como filólogo por una profesional de la psicología– en que parece dar por certeza excluyente de otras consideraciones lo que solamente constituye una posibilidad, avalada, eso sí, por el hecho de que Hermoso, en la primera reacción, dijese que no le había gustado. Después, la fiesta de celebración y la broma, y puede que bastante más.

Estoy convencido de que Laura Redondo conoce la obra de Amelia Tiganus La revuelta de las putas. No sé si no la cita porque no le parece que venga al caso o porque, simplemente, no le vino a la mente durante la redacción de su análisis. En este libro –que recomiendo a quien quiera informarse sobre la prostitución como lacra– Tiganus explica cómo se rompe la voluntad de una persona hasta convertirla en un instrumento interno y potentísimo de sometimiento y de autohumillación: llega un momento en que la esclava solamente contempla el mundo sórdido en el que vive y se esfuerza por conseguir una mayor aceptación, por parte de los –o las– proxenetas y de los clientes. La vida se ha acabado y ya no queda más que satisfacer para existir, y hacerlo mejor para no perder el miserable lugar al que se ha llegado.

No creo que se trate del caso de las integrantes de la selección española de fútbol, pero sí de un patrón desgraciadamente muy extendido en el ámbito laboral, deportivo y cualquiera en el que la progresión dependa del reconocimiento y de la aceptación, sobre todo en un país en el que se proclaman importantísimos principios éticos, se expresa verbalmente un respeto inquebrantable a la legalidad y se actúa conforme a los más rancios postulados de ejercicio de poder a través de la posesión despótica de las personas. Como ejemplo, uno que recuerdo de mi ámbito laboral: una jefa de servicio, después de una agresión por parte de un alto cargo a una compañera durante una celebración de Navidad, reunió a su equipo para explicar seriamente que, en un contexto festivo, a ella no le importaría que le tocasen las tetas. Supongo que nadie se lo habría pedido, pero también que la forma en que se escogen y se remueven los altos puestos apetecibles le aconsejaría esta forma de prostitución para mantenerse.

En el caso de la selección campeona creo que puede darse algo parecido: visto lo sucedido con la rebelión de hace un año y sus protagonistas –por cierto, estos días he echado en falta un recuerdo para ellas por parte de las triunfadoras–, seguirle la broma al jefe podría funcionar como una forma de continuar en el lugar ansiado. No está en mi voluntad pedirle a nadie que se inmole –ni creo que me hiciesen caso–, pero lo vivido me parece digno de una investigación más profunda que el simple espectáculo de ver cómo le cortan la cabeza metafóricamente al torpe mandatario. Quizá las quince que propiciaron el cambio resultaban prescindibles con criterios técnicos –tal como ha trascendido el nivel de profesionalidad e interés de los estamentos directivos, habrían podido entrar en la selección por puro carpicho–, pero, resulte cierto esto o no, el aviso no verbal queda expresado, con lo que la elección entre el anonimato y la sumisión no se explicita, pero planea sobre todas las cabezas.

Sin que afecte al fútbol femenino, hemos visto beatíficamente otros ejemplos: Luis Aragonés –que sabía negociar sus contratos– se vio cuestionado y presionado para abandonar el cargo de seleccionador durante un tiempo prolongado. Lo que habían convenido él y la Federación hacía tremendamente dificultoso y oneroso prescindir de sus servicios, de modo que continuó hasta conseguir el título de campeón de Europa. No le valió para la renovación, pero había logrado un equipo muy competitivo, con jugadores que hasta ese momento habían pasado desapercibidos, y también lejos del sometimiento a intereses económicos concretos o a las preferencias de la masa. Se fue intempestivamente y llegó el relevo, que amplió el palmarés con un título mundial y otro más europeo, pero, quizá por pura casualidad, cuando el grupo empezó a necesitar ajustes, los resultados volvieron a la mediocridad. No entiendo demasiado de fútbol, pero la secuencia me parece, como mínimo, curiosa.

En el plano laboral estoy muy acostumbrado a arbitrariedades por parte de los estamentos de mando; a elecciones arbitrarias para prosperar al abrigo de los recursos públicos y a un clima general de rechazo en el ámbito privado, para, en el contexto del grupo, incluso apetecer la carroña profesional de quien no se pliega a las estupideces de las jerarquías. En la selección –según mi criterio, de forma muy clara– ha habido quien ha llegado a la gloria a través de los restos deportivos de quienes consiguieron un cambio, que se ha revelado como mucho más que razonable. El presidente y el entrenador podrían haber renacido como grandes gestores, de no haberse empeñado el primero en dar la nota como un patán cualquiera. Pero la negociación la habían forzado otras personas, inspiradas por un principio de profesionalidad inaudito en esta tierra –tan avarienta en hijos como opulenta en rebaños, que decía Juan Carlos Suñén–, donde el miedo y el privilegio arbitrario danzan en los corazones para alimentar anhelos, sueños y realizaciones de mediocres, gente inepta y personas válidas, que no pueden mejorar a través de merecimientos, que a nuestras cúpulas les importan lo que el logaritmo de un berza.

Que, a la luz del vídeo, Jennifer Hermoso haya actuado o no con hipocresía creo que da lo mismo. Veo el problema en estructuras que algún día tendremos que atrevernos a enfrentar, simplemente para dejar de quejarnos de la imbecilidad de nuestras autoridades. No solo lo que diga Agamenón tiene por qué ir a misa.

Carlos Arias